TRIGGER WARNING:
El relato que te presento toca el género del terror psicológico con más de una escena gore. Si eres sensible ten cuidado.
Género: terror
Número de palabras: 3332
Muchas personas dicen que sufro del síndrome de Diógenes, pero yo no lo veo así. Me gusta guardar las cosas; cada objeto, papel, fotografía, retazo tiene su propia historia. Una historia compartida que aún vive en ellos, esas historias que olvidamos y se convierten en un recuerdo fugaz que nos saca una sonrisa cada vez que nos volvemos a encontrar.
Desentierro un pequeño papel arrugado, la tinta casi se ha desvanecido, pero aún se puede leer «La bella y la bestia». ¡Qué recuerdos! Cuánto lloré al ver la película en la gran pantalla junto a mi marido, James, que, aun fallecido hará ya doce años, sigue sacándome una sonrisa al recordarle. Qué bueno y qué dulce era James. Le echo de menos cada día.
Pero no todos los recuerdos son dulces, hay algunos que te dejan un sabor amargo en la boca y un intenso malestar en el cuerpo. Así me siento ahora mismo, mal, fatal, triste. Vuelvo a cargar sobre mis viejos huesos con un doloroso recuerdo del pasado. Un recuerdo que me hace tiritar, y como dato diré que tengo la calefacción a veinticuatro grados.
En la mesa descansa una esquela en la que reza: «Su bonita sonrisa perdurará en nuestra memoria y ese recuerdo pasará a ser un tesoro», «D.E.P Ares Zapata Cuesta»; junto con una foto tomada en París de una muchacha de lacio cabello rubio y nariz ganchuda estrujando un peluche de gatito entre sus brazos. En la foto no se aprecia, pero recuerdo que tenía la nariz roja del exagerado frío que hacía en esa época.
Estoy sorprendida de haber encontrado la tarjeta, pensaba que las había destruido todas, pero al parecer esta se salvó. Fue muy duro despedirnos de ella. Bueno… y de todas.
Ahora, pasados sesenta años de todo aquello, sólo quedo yo. Hacinada en esta ruinosa casa, entre mil cacharros que dificultan mi paso a cada momento, esperando oír el rechinar de su silla de ruedas como un eco de la mía. ¿Habrá envejecido tanto como yo?
Dejando el último recuerdo que me queda de Ares en mi regazo, me dirijo a la cocina, despacio; mis débiles brazos no me permiten ir todo lo rápido que me gustaría. El peso del cartón contra mi bata me atenaza el corazón. Paro y me doy unos golpecitos en el pecho para animarme:
—Vamos, Casandra, ya estás vieja para tantas tonterías.
Esquivando una vieja lámpara tirada en el suelo, llego a la cocina donde alargo el brazo para coger un cuenco y una cerilla cubiertos con heces de ave. Tengo que eliminar todo rastro que pueda conducirla a mí, Ares tiene que desaparecer. Y esta vez de verdad. Enciendo el fósforo y, dándole un último beso a mi amiga, dejo que su fotografía se pierda entre humo y ceniza…
…
La lluvia repiqueteaba con fuerza en el techo del tanatorio, muchos dirían que el cielo lloraba por la pérdida de los seres humanos que habíamos ido a despedir, pero yo sabía que era cuestión de simple meteorología. La borrasca había llegado a nuestra región por casualidad justo ese día. No es que tuviera falta de tacto, es que me parecía innecesario romantizar la muerte de tal manera.
Fue en ese momento en el que agradecí a mi madre la sangre fría y la entereza que tuvo ese día, cinco años atrás, al negarse ante mi petición de querer meter a una desconocida en casa.
Verónica, la chica fantasma protagonista de unas escabrosas historias que Yasmine nos explicaba en los recreos, rondaba por el parque en el que solíamos jugar. Nos percatamos de su presencia por unas marcas de rueda que había dejado sobre la arena húmeda. Ese día le tocaba a Alba encontrarnos, quien con los ojos cerrados contaba en voz alta bajo el tobogán. Yasmine, Ares y yo habíamos corrido a escondernos y yo había sido la primera en lograr un salvado perfecto. El truco siempre estaba en ponerte cerca del buscador. El primer impulso que tenía el que paraba era el de caminar unos metros; ese era el momento de aproximarse por detrás a toda prisa y salvarse.
Yasmine fue la primera que se percató de la cenefa en el suelo.
—Verónica también quiere jugar —dijo con los brazos en jarra y los hombros hacia atrás.
—Pero hoy es tarde, Yas. Mamá ya me está haciendo señas —contesté señalando una mujer rubia de pelo corto que agitaba el brazo a lo lejos.
—Está bien, pero alguien tendrá que quedarse con ella hasta mañana. Sus padres no han venido a buscarla —insistió Yasmine, con sus negros tirabuzones estorbándole en medio de la cara—. Te toca a ti, Casandra.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Pues porque eres la que vive más cerca del colegio y si Ares tiene que empujar la silla hasta su casa, llegará súper tarde.
No estaba muy convencida de querer hacerlo, pero la inquisitiva mirada de todas mis amigas hizo que hiciera ver que cogía la silla de Verónica y empezara a empujar a la desvalida muchacha hacia donde se encontraba mi madre.
Al verme, ignoró por completo a la niña en silla de ruedas y me dio un fuerte abrazo. Siempre era muy cariñosa conmigo, eso me gustaba mucho de ella.
—Yasmine me ha dicho que tengo que llevarme a Verónica a casa esta noche. Está enferma, tiene las manos un poco deformes, son como cuchillas, pero no te asustes. Es normal. Nunca ha hablado, así que no molestará —Intentaba sonar convincente pero no las tenía todas conmigo. No quería comerme el marrón yo sola. ¿Por qué no se la quedaba Yasmine si había sido idea suya?
—¿Verónica dices?
El semblante de mamá, al escuchar mis palabras y mirarnos a Verónica y a mí, se tornó pálido. Yo lo noté y eso hizo que mi estómago se contrajera aún más.
—Pero cariño, aquí no hay nad… —se interrumpió a media frase y forzando una sonrisa dijo— No hay sitio en casa para más gente, cariño. Además, nos rayará el parquet con la silla. Déjala aquí.
Sí, sonaba cruel, pero ella tenía sus motivos y aunque una parte de mí lo agradeció en ese momento sin entender el porqué, me enfadé un poco.
La sonrisa de mi madre se desvaneció. Yo seguía en el tanatorio, frente al ataúd abierto de Ares. Mis lágrimas empañaban la cara recompuesta de mi amiga. Había que reconocer que habían hecho un excelente trabajo. Aunque tras esa máscara angelical, yo seguía reconociendo el descompuesto estado bajo el que nos la encontramos; entre los histéricos gritos de su madre, contenida por cuatro policías.
Llegamos un seis de julio a su casa, tras recibir una alarmante llamada en la que una voz se despedía de nosotras entre susurros. Nunca olvidaré la visión de esa habitación salpicada al completo por sangre y tejidos. La litera en la que dormía con su hermana estaba volcada, los colchones destripados soltaban espuma por cada grieta y las cabezas de sus peluches decoraban el suelo de forma grotesca. Ares yacía colgada boca-abajo del techo. Le habían clavado los pies con dos tijeras. Las piernas se sujetaban por un tendón, al que deshilachados trozos de piel desprendidos del hueso, se le pegaban. Tenía profundos cortes por todo el cuerpo; del reguero de sangre que formaba un charco bajo ella se escapaba un hilo viscoso con el que habían escrito, en un perfecto rojo carmesí: «Yasmine».
Había sido Verónica, todas lo sabíamos. Y Yasmine era la siguiente. Nadie nos creería si les contáramos quién era la culpable, posiblemente nos encerrarían en un manicomio. Por eso, jamás dijimos nada a nadie.
Me avergüenza decirlo, siquiera pensarlo, pero en ese momento me alegré de que la siguiente fuera ella. Nunca lo mencionamos, pero éramos conscientes de que la culpable de todo esto era Yas. Ella fue la que nos presentó a Verónica. No, no, la que nos impuso a Verónica en contra de nuestra voluntad. La que se inventó esa estúpida historia de fantasmas. La que usó una marca en forma de tijeras en una baldosa del colegio para decirnos que ahí había estado Verónica. Su insistencia la había vuelto real.
Alba me sacó de mi ensoñación. Recuerdo que me había enfadado mucho tras leer su nombre.
—Me voy a ir —dijo, atragantándose con sus propios sollozos—. No aguanto más esta presión.
—¿Te la llevaste a casa alguna vez? —me atreví a preguntar.
—Ya sabes que sí. Durmió en mi habitación. Con Pixie. —No osaba mirarme a la cara.
—Puede que eso no sea relevante —conseguí decir con una sonrisa mientras le ponía una mano en el hombro—. Fuiste amable con ella, no te hará nada.
Aunque para mis adentros sabía que no importaba lo buena que hubieras sido con ella, si la dejaste entrar en tu casa ya no había marcha atrás.
—No me importa, no me quedaré a comprobarlo.
—Pero…
—No insistas, tengo que ponernos a salvo —dijo, acariciándose el vientre con ternura. Tras pronunciar esas palabras, se fue. A través de la cristalera vi cómo su abrigo largo ondeaba al viento junto a su cabello rojo. Un coche negro la estaba esperando unos metros más allá. Subió y desapareció tras la colina.
Respiré hondo y tras dedicarle una última mirada a Ares, me fui. Yasmine no había ido al tanatorio. Tampoco esperaba verla en el entierro. Dudaba que la volviera a ver.
Cuando llegué a casa no pude sino abrazar a mi madre y enterrar la cabeza en su pecho. Allí, entre sus brazos, no había nada que temer. Esa noche dormí con ella en su cama. Verónica nunca me encontraría allí.
Al día siguiente estuve todo el día pendiente del móvil, esperando que de un momento a otro me llamara Yasmine y al contestar, esa acuosa voz me saludara. Pero eso nunca pasó. De hecho, pasaron unos largos meses hasta que me llamaron, y no fue Yasmine quien lo hizo, sino Alba. Su cara apareció en la pantalla, con los ojos llorosos y la nariz inundada de mocos.
—Ayúdame, está en casa. La oigo. Por favor. Ayúdame, no sé qué hacer.
—¿Quién está en casa? Alba, tranquila…
—¡Ella!
—Alba. ¿Quién está en tu casa?
—¡Verónica! —Tras este grito se oyó un ruido sordo al caer el móvil contra el suelo, y se cortó la llamada.
Intenté volver a contactar con ella, pero fue en vano. Tras esa escalofriante llamada le siguió otra, informándonos de la repentina y violenta muerte de Alba, la penúltima de nosotras que quedaba. Nunca supe qué le pasó a Yasmine y por qué no hubo funeral alguno, lo único que sé es que desde ese día todo pareció volver a la calma. Verónica se había olvidado de mí. Aunque tenía sentido, ya que jamás subió a mi casa. Gracias a mi madre.
…
Los recuerdos se desvanecen tras un largo bostezo. Es tarde, toca la revisión nocturna antes de acostarse. Voy hacia la puerta de entrada. El camino es el mismo de siempre: desde la cocina giras a la izquierda, esquivando el paragüero roto, una de las tantas cajas repletas de libros que no me caben en las estanterías, sigues recto y llegas. No tiene pérdida.
Parece que está todo en orden. Igual a como lo dejé ayer. Nada ha cambiado.
Siempre hay que comprobar que todos y cada uno de los pestillos están echados. Puerta de seguridad con cuatro cadenas y cinco cerraduras, todas alineadas a la perfección, la alarma GX-1.5 en la esquina superior derecha observando la entrada. Perfecto. Pongo el código, el «5197». No tiene ningún significado particular, pero me gustan esos números.
Hago una carrera contra la cuenta atrás de la alarma y me convierto en pura adrenalina, nunca me gana. Tras ponerles de comer a mis palomas, y darles un beso a cada una, me meto en la cama dejando la lamparilla encendida para poder leer. Hoy toca «Otra vuelta de tuerca», regalo de un viejo amigo.
Y sí, me encantan las palomas, me parecen seres infravalorados que de lo único que tienen culpa es de existir en un mundo colonizado por humanos que las llaman «ratas con alas» cuando lo único que hacen es adaptarse a esta podrida sociedad. En mi juventud, cada persona que conocía y decía amar esas aves ganaba un punto en lo que yo denominaba «gente maja».

Incorporada en la almohada, dejo que el sueño se apodere de mí y me transporte a su maravilloso mundo. Ese mundo donde todo es posible y nada malo puede pasarte.
Vaya, hoy toca jugar a la ruleta parece.
Estoy en una habitación circular, con una mesa en el centro, decorada para la ocasión: tenazas, tijeras, agujas, cuchillos; jamoneros, de carnicero, largos, cortos… En la pared, una rueda dividida por varias secciones en las que hay grabados diversos números y formas. Formas que se asemejan a partes de la anatomía humana: extremidades superiores, inferiores, cabezas, órganos… ¡Qué bonita estampa!
Al lado del tablero tenemos a Mew, mi paloma albina con el chaleco de punto que le hice el otro día. Le queda fenomenal. ¡Qué elegancia!
A su lado, frente a mí, está mi adversaria: la alarma «GX-1.5» a la que no le voy a dar tregua. Se apagan las pocas luces que iluminan el tablero y se abre una puerta a mi espalda. Un suave rechinar llega a mis oídos, como el chirriar de un columpio viejo. No encuentro el valor para darme la vuelta
, ese familiar sonido me paraliza. Algo se para a mi derecha. Es una silla de ruedas vacía meciéndose con suavidad hacia adelante y hacia atrás. Un susurro se cuela en mi oído:
—¿Me echabas de menos?
Un rumor creciente inunda la sala, ahora iluminada por un millar de focos que descienden poco a poco del techo. Hoy han venido todos: Moi, Pharah, Tapi, Mish, Senda, Shu, Kirosin y Atreus. Su presencia consigue aliviar la tensión de mi cuerpo. Llevan pancartas y todo, aunque sujetarlas con las alas tiene que tener su complicación. Desde aquí no puedo leerlas muy bien. ¿Qué es lo que pone?
«Des…» No alcanzo a ver más… «-rta». Fuerzo la vista para intentar enfocar mejor. ¡Maldita miopía! Con un último y doloroso esfuerzo, consigo leer la pancarta al completo, dice: DESPIERTA.
Y despierto.
La habitación está oscura. No recuerdo haber apagado la lámpara. Intento levantarme, pero no puedo. Respira. Calma. Vuelvo a intentarlo. Las extremidades no me responden, el corazón se me empieza a desbocar, su latido me ensordece y no me permite pensar con claridad. Sólo oigo su palpitar en las sienes. Intento aferrarme con desesperación a alguna cosa con la mirada, pero está todo tan oscuro que aun moviendo los ojos en toda su órbita no consigo ver ningún punto de luz. De repente, como si hubiera oído mis súplicas, la lámpara se enciende.
Frente a mí hay tres sillas de ruedas. Vacías también. Igual que en mi sueño.
Cierro los ojos, quiero desaparecer. Quiero que todo acabe. ¡Despierta Casandra, despierta!
Abro los ojos y la luz vuelve a estar apagada. Suspiro aliviada, al final sí había resultado ser una pesadilla; provocada con toda certeza por los recuerdos que la fotografía de Ares había revivido en mí. Maldita sea. Con lo tranquila que yo estaba.
Voy a encender la luz. No puedo. Mi brazo descansa sobre la cama, inerte.
No, otra vez no. Por favor.
Las piernas permanecen en la misma postura en la que las había dejado al dormirme. Mi cerebro no responde a mis súplicas. Mi corazón vuelve a querer escapar con furia de mi pecho, tengo que tranquilizarme. Respira.
Tras inspeccionar toda la habitación, mis ojos por fin captan un leve destello de luz procedente de la rendija de la puerta. Ese cálido brillo consigue apaciguar mi cuerpo.
¡CRAC!
Algo ha caído detrás de la puerta. Habrán sido Shu y Moi en una de sus habituales juergas nocturnas. Empiezan a rascar en la puerta. El refregar sobre la madera se convierte en algo obsesivo y persistente. Como si quisieran tallar algo en su superficie.
De pronto, el pomo empieza a girar despacio y la puerta se abre.
Tras ella no hay nadie, tan solo el resplandor que llega desde la puerta de cristal de la cocina. Ensimismada al descubrir que no hay nada tras la apertura, no me percato de que algo ha cambiado en mi habitación.
Se me congela la columna vertebral en cuanto veo que las tres sillas de ruedas que antes había frente a mí ya no están vacías. Sobre ellas están Yasmine, Ares y Alba casi irreconocibles. Sus ojos hundidos me miran con frialdad, sonriendo desde sus calaveras de las que brotan algunos mechones de pelo.
Ares tiene heridas en todo el cuerpo, la piel de las piernas forma jirones que se enredan en el suelo con los intestinos de una Yasmine abierta desde el esternón al ombligo. Los ojos de Alba están hundidos bajo dos afiladas cuchillas mientras un viscoso líquido desprendido de ellos resbala por su cara, goteando sobre el cadáver de un feto que nunca llegó a nacer.
El estómago empieza a rugirme con fuerza, deseando expulsar su contenido ante esta nauseabunda visión. Y es que lo peor es el olor, ese olor tan intenso, pútrido. Se cuela sin remedio dentro de mí y me marea. Puedo saborearlo en la boca, carne muerta deshaciéndose en mi lengua…
Escupo.
Mancho mi camisón con una masa informe y oscura. Es repulsivo. Contengo un nuevo espasmo de mi estómago. No puedo vomitar ahora. Sigo sin poder moverme y podría tener problemas.
Cobarde…
Traidora…
¿Quién habla?
Maldita seas…
Son ellas, me odian.
Lo pagarás…
El susurro incesante de estas voces me atormenta durante lo que parecen horas.
Maldita seas...
Cierro los ojos, no puedo ver su rostro.
Miserable…
El temor de su presencia frente a mí impide que mantenga los ojos cerrados. Vuelvo a abrirlos.
Tú…
Deseo que paren. Necesito despertar.
Cobarde…
¿Pero qué dicen? Yo no hice nada.
Ahora te toca a ti…
¡NO! Parad, por favor. ¡Parad ya!
Esta vez, las voces me obedecen. Ya no oigo nada.
Algo se mueve en la puerta. Al enfocar la mirada, alcanzo a ver el recuerdo de una sombra cruzar hacia el pasillo, una sombra que chirría como un columpio desgastado. Una silla de ruedas sin paciente.
La puerta se cierra de golpe. Las luces se apagan. Unos pasos chapotean hacia mi cama, rodeándola. Intento asirme de mi parálisis, no lo consigo. Mis ojos no logran ver nada, pero mi carne sí, mi carne siente un intenso desgarro. Uno tras otro, ardor, dolor… Me quema la piel. No puedo soportarlo, es demasiado. Que pare ya, por favor.
No para.
Me están comiendo.
¡Ayuda! ¡Alguien!
Los ruegos quedan atrapados dentro de mí, aglomerándose en mi garganta. Incapaz de gritar. Solo puedo ser espectadora en esta masacre de la que mi propio cuerpo es víctima.
Profiero un último grito, y esta vez sí. Esta vez sí logro articular su nombre:
VERÓNICA.
Unos días más tarde…
—¿Puede subir el volumen, por favor? —La cafetería estaba abarrotada, pero a pesar de eso, el camarero logró oír a la mujer y subió el volumen con el mando que tenía guardado bajo el mostrador.
—¿Es que no se ha enterado?
—¿De qu…?
—…Esta mañana el cuerpo sin vida de una anciana fue hallado en su domicilio durante la visita de un familiar —La voz de la presentadora Alicia Tess la interrumpió—. Al parecer, la mujer, que padecía de psicosis, no contestaba al timbre y su hija, tras una larga espera, llamó a las autoridades para que la socorrieran.
» La hija de la fallecida no ha querido hacer declaraciones, al parecer está muy afectada. Todo lo que sabemos hasta el momento es que la casa estaba infestada de palomas, unas palomas que presuntamente son las asesinas puesto que, según fuentes, el cadáver de la pobre anciana había sido picoteado por completo. Esperaremos el análisis forense para conocer la realidad de los hechos…
—¡Oh Dios mío, pobre mujer!
—…creo que podemos afirmar que se la han comido viva».
FIN